Comiendo recuerdos

Ayer comí albóndigas. Sí, sé que es un dato de interés general y que no leeréis nada más importante en los próximos días. De hecho, no lo tuiteé temiendo las olas de retuits que tendría, haciendo que mi móvil se colapsara. Pero lo realmente relevante de mi comida de ayer es la asociación mental que realicé. Nada más dar el primer bocado, mi mente viajó hasta el comedor del colegio, lugar que abandoné hace poco más de un lustro.

comedor-irabiaEl comedor del colegio. Ese recinto en el que solo sobreviven los más fuertes. Da igual cómo se llame el colegio, que sea público o privado, mixto o «segregador». El mío se llama Irabia y estuve 12 años en él, todos menos el último también en el comedor. El recuerdo al tirar la vista atrás siempre es positivo, pero el día a día era diferente. Ahí no había amigos, solo alianzas.

La primera distinción la marcaba un recipiente metálico: la fiambrera. No todo el que pisaba el comedor se alimentaba con lo que las señoras servían desde el otro lado. Había una raza diferente, ni mejor ni peor, que se traía la comida de casa. Ser de fiambrera tenía el aspecto negativo de que tenías que dejar el armatoste en el comedor antes de entrar a clase, con los consiguientes retrasos, y que tenías que cargar con el artilugio una vez acabaras de comer. Como puntos positivos, los «fiambreros» entraban antes a comer (y eso a las 14:00, cuando el estómago ruge, es un gran punto a favor), había madres condescendientes que siempre cocinaban manjares para sus hijos (ojo, no todas) y, sobre todo, las fiambreras servían para reventarle la rodilla a alguno en una pelea y, especialmente, para hacer de poste en un partido de fútbol.

El resto, los de comedor, rezábamos para que ese día hubiera buena comida. Porque sí, cada mes repartían el menú, pero es un hecho que nadie lo miraba más que el primer día. Leer «San Jacobo con patatas» era gloria; ver «Roti de pavo en su salsa«, perdición. Y así, mientras los de fiambrera ya saciaban su apetito, el resto nos agolpábamos en la entrada, tocando las narices al portero (salvo que fuera de tu clase, como Miró) y a los de cursos menores.

La llegada al comedor no tenía término medio. O entrabas totalmente sudado, con el niki blanco oliendo a choto y más rojo que la capa de Superman, o lo hacías embutido en abrigo, bufanda, guantes, gorro y con paraguas, perdiendo posteriormente alguno de esos complementos en el «ropero» de la entrada.

Antes de comprobar si tus plegarias habían sido escuchadas, había que meterse 3 o 4 panes al bolsillo, ya sea por el hambre que tenías o como maniobra de camuflaje, como luego se verá. Si la comida era pasable, respirabas; si no, o te morías de hambre hasta que llegara la merienda o volvías a encomendarte a las alturas para que a alguno de los de fiambrera le gustara tu comida. A mí me pasaba esto con el pollo asado, manjar codiciado por la mayoría y que yo no podía ver.

El tiempo que duraba la comida iba en aumento conforme pasaban los años. Cuando eres pequeño, solo piensas en reanudar el partido que has interrumpido para comer, pero cuando creces, comienzas a valorar el poder de las sobremesas. ¿Y qué pasa cuando tienes un plato que no te piensas comer bajo ningún concepto y que es imposible colocárselo a nadie por muy buen negociador que seas? Aquí es cuando entran en acción los panes que hemos robado antes. En Irabia, uno de los peores platos era el pescado, también rebautizado como «Pescado del Zaire«, incomestible aunque lo embadurnaras con mayonesa. Recurso 1: si la puerta no estaba vigilada, envolver el pescado en una servilleta, esconderlo bajo el jersey o en el bolsillo, ir al baño y tirarlo por el retrete. Recurso 2: coger un trozo de pan, quitarle la miga, meter el pescado, volver a colocar la miga, abandonar el pan. Si veías un pan desahuciado en una mesa era mejor que no lo tocaras, seguramente llevaba sorpresa. Recurso 3 (solo para gente experta): sentarse en una mesa junto a la ventana, abrirla, tirar el pescado al jardín. Si te cazaban en medio de una de estas operaciones, no solo te comías el puto pescado, sino que te quedabas castigado hasta que empezaran las clases de la tarde. En la vida hay que correr riesgos.

Fuera de estas consideraciones generales, hay grandes recuerdos de esos momentos de comedor. 11 años dan para mucho. Es imposible no acordarse del silencio que se formaba en el comedor cuando a un chaval (pequeño, casi siempre) se le caía el vaso cuando recogía su bandeja. El tintineo en el suelo se oía en todo el recinto y acababa en aplauso si el vaso se rompía o en un sonoro «UUUUUUUUYYYYYY!!!!» si no se hacía añicos.

Cuando éramos pequeños, además de jarras de agua, en las mesas había leche. Supongo que la crisis no es un fenómeno tan actual porque las bolsas blancas de Señorío de Sarria desaparecieron antes de que llegáramos a secundaria. En aquellos tiempos, era don Jesús el encargado del comedor, quien se acercaba a las mesas y decía: «Que levante la oreja el que quiera leche».

Ya en secundaria, recuerdo que hubo un año en el que algunos trabajamos en el comedor, pero no recuerdo ni quiénes éramos ni qué hacíamos, aparte de comer pan y hacer competiciones de a ver quién bebía vinagre durante más tiempo.

Otros dos grandes momentos: un año, creo que fue 1º bachiller, a Álvaro le dio por comer de comedor, a pesar de que él era de fiambrera. Todo eran risas hasta que un día el Jordi se cató y el amigo Aranguren tuvo que reembolsar lo que llevaba semanas comiendo «de gratis». El otro momento está en el TOP de mis memorias del colegio. Imagina que estás comiendo tranquilamente, charlando con tus compañeros de mesa y, de repente, alguien te vuelca una jarra de agua en la cabeza. Eso le pasó a Abadías. Y yo lo vi perfectamente porque estaba sentado justo enfrente de él. Vi cómo Ángel se cruzó todo el comedor con la jarra, se plantó detrás de su silla y la vació sobre él mientras el pobre Pablo se quedó paralizado. No recuerdo por qué estaban enfadados ese día, pero conociendo los prontos de Ángel, nadie duda de la verosimilitud de la historia.

Y así, entre patatas a la riojana, escalopes con ensalada y bloques de cemento que llamaban tortilla de patata, pasaban los días. Viendo cómo Carlos paseaba la fiambrera gigante de los Ferrer, robando balones de entrenamiento para echar rondos, jugando a baloncesto en 4º de ESO, flipando el día que a Íñigo le explotó un plato, cómo Barrios siempre traía los segundos platos cortados en trocitos, preparando peleas clandestinas entre Fernandito y Guembe, haciendo presas con la tierra del campo de béisbol, jugando a Piedra

Muchos y buenos recuerdos. Se echan de menos. Esos momentos, la comida no.

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